La fe en el crecimiento económico ilimitado como solución a los males sociales ha sido inherente al régimen capitalista, pero no fue hasta los años cincuenta del siglo pasado cuando dicha fe, bajo el nombre de desarrollismo, se convirtió en una política de Estado. A partir de entonces, la Razón de Estado fue principalmente Razón de Mercado. Por primera vez, la supervivencia de las estructuras de poder estatales no dependía de guerras, aunque fueran “frías”, sino de economías, preferentemente “calientes”. La libertad, siempre asociada al derecho civil, pasaba cada vez más por el derecho mercantil. Ser libre fue a partir de entonces, exclusivamente, poder trabajar, comprar y vender libremente, sin regulaciones, sin trabas. En lo sucesivo, el grado de libertad de las sociedades capitalistas vino determinado por el porcentaje de parados y el nivel de consumo, es decir, por el grado de integración de los trabajadores. Y corolariamente, la protesta social más auténtica se definió como rechazo al trabajo y al consumismo, es decir, como negación de la economía independizada de la colectividad, como crítica antiindustrial, como antidesarrollismo.
Pronto, el desarrollismo se ha convertido en una amenaza no sólo para el medio ambiente y del territorio, sino para la vida de las personas, reducida ya a los imperativos laborales y consumistas. La alteración de los ciclos geoquímicos, el envenenamiento del entorno, la disolución de los ecosistemas, ponen literalmente en peligro la continuidad de la especie humana. La relación entre la sociedad urbana y el entorno suburbializado ha sido cada vez más crítica, pues la urbanización generalizada del mundo conlleva su banalización destructiva no menos generalizada: uniformización del territorio mediante su fácil accesibilidad; destrucción territorial por la contaminación y el ladrillo; ruina de sus habitantes por inmersión en un nuevo medio artificializado, sucio y hostil. El desarrollismo, al valorizar el territorio y la vida, era inherente a la degradación del medio natural y la descomposición social, pero, a partir del momento en que cualquier forma de crecer devino fundamentalmente una forma de destruir, la destrucción misma llegó a ser un factor económico nuevo y se convirtió en condición sine qua non. El desarrollismo encontró sus límites en el agotamiento de recursos, el calentamiento global, el cáncer y la producción de basura. Las fuerzas productivas autónomas eran principalmente fuerzas destructivas, lo cual volvía problemático y peligroso las huidas hacia delante. Pero la solución al problema, desde la lógica capitalista, residía en ese mismo peligro. Gracias a él podían convertirse en valor de cambio los elementos naturales gratuitos como el sol, el clima, el agua, el aire, el paisaje... O los síntomas de descomposición social como el vandalismo, la agresividad, los robos, la marginación... El riesgo se volvió capital. Las críticas ecológicas y sociológicas proporcionaron ideas y argumentos a los dirigentes mundiales. Así pues, la nueva clase dominante ligada a la economía globalizada, ha creído hallar la solución en el sindicalismo de concertación, la tecnología policial, el consumismo “crítico”, el reciclaje y la industria verde; en resumen, en el desarrollismo “sostenible” y su complemento político, la democracia “participativa.”
El crecimiento económico, a partir de los años setenta, no pudo asegurarse más por la mano de obra y pasó a depender completamente del desarrollo técnico. La tecnología se transformó en la principal fuerza productiva, suprimiendo las contradicciones que se desprendían de la preponderancia de la fuerza de trabajo. En adelante los obreros dejaban de ser el elemento principal del proceso productivo, y por consiguiente, perdían interés como factor estratégico de la lucha social. Si los conflictos laborales nunca habían cuestionado la naturaleza alienante del trabajo, ni el objeto o las consecuencias de la producción, puesto que las luchas obreras siempre se movían en la órbita del capital, menos cuestionarían ahora el meollo del problema, la máquina, condenándose a la ineficacia más absoluta como luchas por la libertad y la emancipación. Las ideologías obreristas eran progresistas; consideraban el trabajo como una actividad moralmente neutra y mantenían una confianza ciega en la ciencia y la técnica, a las que suponían los pilares del progreso una vez los medios de producción cayeran en manos proletarias. Criticaban el dominio burgués por no poder desarrollar a fondo sus capacidades productivas, o sea, por no poder ser suficientemente desarrollista. En ese punto demostraron estar equivocadas: el capitalismo, en lugar de inhibir las fuerzas productivas las va desarrollando al máximo. La sociedad plenamente burguesa es una sociedad de la abundancia. Y precisamente es esa abundancia, producto de dicho desarrollo, la que ha destruido la sociedad. En el polo opuesto, los antidesarrollistas, por definición contrarios al crecimiento de las fuerzas productivas, cuestionan los medios de producción mismos, ya que la producción, cuya demanda viene determinada por necesidades ficticias y deseos manipulados, es en su mayoría inútil y perjudicial. Lejos de querer apropiarse de ellos, aspiran a desmantelarlos. No apuestan por la autogestión de lo existente, sino por el retorno a lo local. También cuestionan la abundancia, por ser sólo abundancia de mercancías. Y critican el concepto obrerista de crisis como momento ascendente de las fuerzas revolucionarias. Bien al contrario, el capitalismo ha sabido instalarse en ella y demostrar más capacidad de maniobra que sus supuestos enemigos. La historia de los últimos años enseña que las crisis, lejos de hacer emerger un sujeto histórico cualquiera, no han hecho más que catapultar la contrarrevolución.
La visión del futuro proletario era la sociedad convertida en fábrica, nada esencialmente distinto del presente, en que la sociedad entera es un hipermercado. La diferencia obedece a que en el periodo de dominio real del capital los centros comerciales han sustituido a las fábricas y, por lo tanto, el consumo prima sobre el trabajo. Mientras las clases peligrosas se convertían en masas asalariadas dóciles, objetos pasivos del capital, el capitalismo ha profundizado su dominio, aflojando los lazos que le ligaban al mundo laboral. A su manera, el capitalismo moderno también está contra el trabajo. En la fase anterior de dominio capitalista formal se trabajaba para consumir; en la actual, hay que consumir incesantemente para que el trabajo exista. La lucha antidesarrollista quiere romper este círculo infernal, por lo que parte pues de la negación tanto del trabajo como del consumo, cosa que lleva a cuestionar la existencia de los lugares mal llamados ciudades, donde ambas actividades son preponderantes. Condena esos conglomerados amorfos poblados de masas solitarias en nombre del principio perdido que presidió su fundación: el ágora. Es la dialéctica trabajo/consumo la que caracteriza a las ciudades al mismo tiempo como empresas, mercados y fábricas globales. Por eso, el espacio urbano ha dejado de ser un lugar público para la discusión, el autogobierno, el juego o la fiesta, y su reconstrucción se rige por los criterios más espectaculares y desarrollistas. La crítica del desarrollismo es entonces una crítica del urbanismo; la resistencia a la urbanización es por excelencia una defensa del territorio.
La defensa del territorio, que tras la desaparición de la agricultura tradicional se sitúa en el centro de la cuestión social, es un combate contra su conversión en mercancía, o sea, contra la constitución de un mercado del territorio. El territorio es ahora el factor desarrollista fundamental, fuente inagotable de suelo para urbanizar, promesa de gigantescas infraestructuras, lugar para la instalación de centrales energéticas y vertederos, espacio ideal para el turismo y la industria del ocio... Es una mina inagotable de impuestos y puestos de trabajo basura, algo con lo que poner de acuerdo a las autoridades regionales, las fuerzas vivas municipales y los ecologistas neorrurales, para quienes la cuestión territorial es sobre todo un problema fiscal y de empleos. La lógica de la mercancía está fragmentando y colonizando el territorio desde las conurbaciones, componiendo con todo un solo sistema metropolitano. Las luchas antidesarrollistas tienen pues en la defensa del territorio un dique contra la oleada urbanizadora del capital. Intentan que retrocedan las fronteras urbanas. Son luchas por la recuperación del colectivismo agrario y por la desurbanización. Pero también son luchas que buscan el reencuentro y la comunicación entre las personas, luchas por el restablecimiento de la vida pública.
Para que el antidesarrollismo llene de contenido las luchas sociales ha de surgir una cultura política radicalmente diferente a la que hoy predomina. Es una cultura del “no”. No a cualquier imperativo económico, no a cualquier decisión del Estado. No se trata pues de participar en el juego político actual para contribuir en la medida que fuere a la administración del presente estado de cosas. Se trata mejor de reconstruir entre los oprimidos, fuera de la política pero en el seno mismo del conflicto, una comunidad de intereses opuestos a dicho estado. Para eso la multiplicidad de intereses locales ha de condensarse y reforzarse en un interés general, a fin de plasmarse a través del debate público en objetivos concretos y alternativas reales. Una comunidad así ha de ser igualitaria y estar guiada por la voluntad de vivir de otro modo. La política antidesarrollista se basa en el principio de la acción directa y la representación colectiva, por lo que no ha de reproducir la separación entre dirigentes y dirigidos que conforma la sociedad vigente. En esa vuelta a lo público, la economía ha de regresar al domus, ha de volver a ser lo que fue, una actividad doméstica. La comunidad ha de asegurarse contra todo poder separado, por un lado, organizándose horizontalmente mediante estructuras asamblearias, y controlando lo más directamente posible a sus delegados o enlaces, de forma que no se conviertan en jerarquías formales o informales. Por el otro, rompiendo la sumisión a la racionalidad mercantil y tecnológica. Nunca podrá dominar las condiciones de su propia reproducción inalterada si actúa de otro modo, es decir, si cree en la tecnología y en el mercado, si reconoce alguna legitimidad en las instituciones del poder dominante o adopta sus métodos de funcionamiento.
Para recuperar y desactivar la rebelión social, principalmente juvenil, contra las nuevas condiciones de la dominación, las que obedecen al mecanismo de construcción/destrucción/reconstrucción típico del desarrollismo, se pone en marcha una versión degenerada de la lucha de clases, los llamados “movimientos sociales”, plataformas inclusive. Puesto que ya no se quiere otro orden social, el mito del “ciudadano” puede sustituir cómodamente al mito del proletariado en los nuevos esquemas ideológicos. El ciudadanismo es el hijo más legítimo del obrerismo y del progresismo caducos. No surge para enterrarlos, sino para revitalizar su cadáver. En un momento en que no hay más auténtico diálogo que el que pueda existir entre los núcleos rebeldes, aquél sólo pretende dialogar con los poderes, hacerse un hueco desde donde tratar de negociar. Pero la comunidad de los oprimidos no ha de intentar coexistir pacíficamente con la sociedad opresora pues su existencia no se justifica sino en la lucha contra ella. Una manera de vivir diferente no ha de cimentarse en el diálogo y la negociación institucional con la forma esclava precedente. Su consolidación no vendrá pues ni de una transacción, ni de una crisis económica cualquiera, sino de una secesión masiva, de una disidencia generalizada, de una ruptura drástica con la política y con el mercado. En otras palabras, de una revolución de nuevo tipo. Puesto que el camino contrario a la revolución conduce no sólo a la infelicidad y la sumisión, sino a la extinción biológica de la humanidad, nosotros, los antidesarrollistas, estamos por ella.
El pensamiento antidesarrollista o antiindustrial no representa una nueva moda, una crítica puramente negativa del pensamiento científico y de las ideologías progresistas, o un vulgar primitivismo que propugna retroceder a un momento cualquiera de la Historia. Tampoco es una simple denuncia de la domesticación del proletariado y del despotismo del capital. Menos todavía algo tan mistificador como una teoría unitaria de la sociedad, propiedad de la última de las vanguardias o del último de los movimientos. Va más allá que eso. Es el estadio más avanzado de la conciencia social e histórica. Es una forma determinada de conciencia de cuya generalización depende la salvación de la época.
Miquel Amorós
Manifiesto del 7 de marzo de 2010
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